Como hemos empezado octubre y LeoAutorasOct, os regalo Manual de supervivencia para fantasmas. Lo escribí para la revista Supersonic, concretamente para el número 13. Fue un placer poner por fin en palabras el relato postapocalíptico que me rondaba la cabeza desde hacía años, que al final acabó mezclado con otra idea, con el tema de The Last of Us y con mis propio miedo al desastre ecológico que nos espera. Soy una waterparty, pero os prometo que el relato es esperanzador.

Como soy malísima para los títulos, fue Cristina Jurado, la editora de la revista, a la que se le ocurrió este. Y menos mal, porque de no ser así habría pasado a la historia como furgoneta.txt, que era el nombre temporal que le había dado.


Hay una pieza suelta en la furgoneta que emite un chirrido constante y rítmico. Es encender el motor y anotar mentalmente que, en cuanto tenga un rato, debo apretar todos los tornillos, pero al cabo de un par de kilómetros el «ñicñicñic» es ruido blanco que solo se percibe si te empeñas.

Santi no puede ignorarlo. Cuando cojo un bache y el chirrido se une al gemido de los amortiguadores y de la suspensión, levanta la cabeza del libro que no puede leer y se queja en voz alta.

—¡Puto ruido! Me está volviendo loca, ¿eh?

—Debe de ser el otro asiento —dice Lorena, mi copiloto—. Luego lo miramos, ¿vale?

Lorena sonríe a Santi y extiende una mano hacia atrás para buscar la suya. Santi le da un apretón y vuelve a recostarse en el asiento. Por el retrovisor la veo alejar la sobadísima novela en la que le gustaría estar enfrascada. Lorena me toca el muslo y me mira con una mueca disgustada. Asiento con un suspiro y me concentro en la carretera. Esta mañana se ha levantado tanto polvo que llevo puestas las antiniebla. Parece que la furgoneta esté atravesando un banco de nubes.

Cuando era pequeña, mi ilusión era que mis padres comprasen una furgoneta de muchas plazas para llevarnos a mí y a mis amigos de excursión. No importaba a dónde. Siendo mayor, soñaba a menudo con conducir aunque no hubiera pisado una autoescuela en la vida. A veces lo recuerdo y me río. Fue Lorena la que me enseñó a conducir la furgoneta para que pudiera relevarla. Es más cansado que difícil, sobre todo cuando el polvo es tan denso que parece interminable, como hoy.

El sol dibuja un arco sobre el parabrisas y el polvo se disipa. Empieza a apretar el calor. Las sombras se contraen a nuestro paso.

He vuelto a olvidar el chirrido cuando Santi ríe y se apoya en mi asiento. Me acaricia una oreja. Antes de preguntar qué pasa, ya me he dado cuenta: Lorena se ha quedado dormida abrazándose a sí misma y la cabeza le cuelga de medio lado. Tiene la boca abierta. Ronca un poco.

—Hoy no ha dormido casi nada —dice, mientras dobla su palestino varias veces y se lo coloca en el hombro para amortiguar el vaivén del cuello.

—¿Otra vez con pesadillas? —pregunto en voz baja.

—Ha sido por los perros. Ayer oyó ladridos.

—Yo no oí nada.

—Yo tampoco, pero ella sí. Ya sabes cómo es.

Santi hunde la barbilla en el espacio que deja el reposacabezas y nos rodea a mí y a mi asiento con los brazos. Debe de estar aburridísima. A través de las ventanas solo vemos las llanuras interminables de la meseta, campo tras campo tras campo de hierba amarilla demasiado alta y algún que otro criadero de árboles que se hace demasiado corto para romper la monotonía.
Ella también se amodorra; lo noto en el ritmo de su respiración. El sol se refleja en la carretera, que se pierde recta en el horizonte. Pronto empezará a hacer más calor del que pueda soportar y, como el aire acondicionado está roto, podré elegir entre la calefacción o el aire abrasador que entra de fuera. Pero ahora, en el hogar que es esta lata que traquetea como una furgoneta de juguete con la carrocería descascarillada y acuchillada por el óxido, me siento bien.

Las dos están despiertas cuando vemos el coche detenido en el arcén y el pañuelo de un rojo desvaído por el sol ondeando en el espejo izquierdo. Hay una figura alta que nos saluda en la distancia. Aminoro. Lorena se tensa y se desabrocha el cinturón de seguridad. Oigo cómo Santi baja el seguro de su puerta.

—¿Reconocéis el coche? —pregunto.

—No —responde Lorena, que se envara todavía más.

A medida que nos acercamos, la figura del hombre que nos saluda se hace más nítida. Está casi calvo; el pelo que le queda le dibuja una corona gris sobre las orejas. Tiene los hombros anchos y la camisa de franela, demasiado gruesa para este calor, le cuelga de ellos como desacostumbrada a cubrir tan poca cosa.

—Es un tío —dice Santi, colgada del asiento de Lorena—. Pasa.

Algo se mueve en el coche. Me agarro al volante, por si tengo que pisar a fondo, y la persona del interior se asoma a la ventanilla. Ladeo la cabeza en un intento de distinguir algo más que pelo desordenado.

—Tiene un crío. Voy a parar.

Aparco en el arcén derecho a unos metros del otro coche. Es un monovolumen, creo que granate. Es difícil precisar su color bajo la capa de polvo y ceniza. Pongo los intermitentes porque así es como me ha enseñado Lorena. Aunque no haya más coches en la carretera ni vaya a haberlos, el sonido rítmico recuerda a la civilización, a la costumbre.

Me quito el cinturón de seguridad y abro la puerta. El asfalto está tan caliente que puedo sentirlo a través de las botas. Tomar una bocanada es como tragar arena de playa.

—Santi, ¿me echas una mano?

—Qué remedio…

—Anda, que así nos despejamos un poco y estiramos las piernas.

Lorena se cambia a mi asiento y baja la ventanilla.

—No te confíes.

Le guiño el ojo y echo a andar hacia el monovolumen mientras me subo la braga del cuello hasta la nariz. El hombre viene a mi encuentro a mitad del camino. Aunque él haya propuesto comerciar, no permitirá que me acerque a su coche ni al chaval que está dentro. Santi me sigue, pero no se acerca demasiado.

—Buenas tardes —dice el hombre con una sonrisa un poco incómoda—. Vaya día, ¿eh?

—Como todos.

—Pues sí, pues sí. —Habla con un leve acento gallego—. ¿Tienes agua para cambiar?

Me cruzo de brazos. En la furgoneta llevamos cuatro garrafas de cinco litros y algunas botellas sueltas. Pedir agua siempre es arriesgado, por eso solo la piden los sedientos. Miro al niño. Debe de rondar los diez años y, por el tono de piel, parece latino o gitano. El hombre es blanco.

—Puedo cambiar cuatro litros.

—¡Cuatro litros! —El hombre se echa a reír—. No puedo pagarte cuatro litros.

—¿Qué tienes tú?

—Medicinas, algunas herramientas, comida… —Sus hombros bajan e inclina la cabeza levemente, casi abatido—. Aunque supongo que con tanto agua como para ofrecer cuatro litros ya tendréis de todo.

—No, qué va. ¿Qué medicinas tienes?

El hombre se gira hacia el monovolumen.

—Wilson, tráeme la bolsa.

El niño coge una mochila del asiento trasero y sale con precaución del coche. Tiene cercos oscuros en torno a los ojos, así que parece que me esté juzgando con dureza, tan implacable con los desconocidos como Santi. Le tiende la bolsa al hombre, que se lo agradece con una palmada en el hombro antes de echar un vistazo.

—Tengo ibuprofeno, Lexatin, una pomada para las quemaduras, antibióticos…

—¿Gotas para los ojos?

El hombre revuelve un poco más y saca una caja pequeña que suena al agitarla.

—Tengo cacao, también. Ah, y en el coche llevo dos paquetes de pañales y unos cuantos de compresas y tampones. Veo que sois tres chicas.

—Nosotras usamos la copa, que es más práctico.

—Ah. —No sé si sabe lo que es, pero tampoco parece interesado en que se lo explique—. Es una de las cosas por las que siempre me preguntan. Lo del coche es para llevar a Alcozar, que me lo pidieron. Les va a nacer un bebé ya mismo.

No puedo evitar una mueca de disgusto, pero me ahorro el comentario. Hay quien se toma como algo personal que señales las dificultades de la crianza en un mundo como este, no digamos el entrar en los pormenores éticos de condenar a los hijos al polvo y a la ruina.

—¿Tienen a alguien que les ayude?

—Eso no lo sé, pero lo dudo. Todos los médicos y enfermeros están en las nuevas ciudades, por aquí sueltos no hay ni uno. Que yo también lo haría si pudiera, ¿eh? —Se echa a reír—. Anda que si fuera algo más que transportista iba a andar de acá para allá. Al final acabé haciendo lo mismo de siempre.

—Hasta en el final hay clases.

—Cuando reabran los súpers nos llamarán para atender las cajas, que es para lo que servimos las filólogas —dice Santi, a mi espalda—. Y nos obligarán a cobrar las bolsas de plástico. Todo sea por salvar el planeta.

El hombre se vuelve a reír. He decidido que me cae bien, así que relajo la postura. Santi trae el agua y algunas de nuestras cosas para comerciar. El ibuprofeno y las gotas me interesan: Lorena tiene jaquecas de vez en cuando y a mí se me secan los ojos una barbaridad. Supongo que el agua vale más, porque el hombre insiste en darme una barra de cacao aunque no se la pido.

—Nosotros ya tenemos una y nos da de sobra —dice, entre gestos insistentes para que me la quede—. De lo que andamos mal es de agua, porque tuve que dar un rodeo grande para evitar el incendio gordo de Madrid. No pensé que estuviera tan extendido ya. Tened cuidado si cogéis la A1, porque se nota.

—Preferimos ir por secundarias. Es más trecho, pero nos encontramos más cosas y más gente.

—Eso tiene su peligro, también.

—Sí, también. Pero es mejor. Oye… —Aprieto la caja de las gotas y miro a Santi de reojo, que está guardando las medicinas en la furgoneta—. ¿Tienes gafas, o sabes dónde puedo encontrarlas?

—¿Gafas? ¿De ver?

—Sí. Para la vista cansada, no para ver de lejos.

El hombre se rasca la nuca.

—Tengo las mías, pero esas no puedo cambiarlas. Las necesito para…

—Ya, ya… —Dejo caer los hombros y suspiro entre dientes—. No te preocupes.

—Pero, ¿sabes dónde vi? En la farmacia de Pontanares. —Hace un gesto con el pulgar por encima del hombro, como si el pueblo estuviera a cuatro pasos—. Casi no la habían tocado; de ahí saqué los Lexatines, pero me tuve que ir rápido porque hay una manada rondando. Si quieres te digo cómo llegar.

El sol amenaza con perforarme el cráneo mientras el transportista me da indicaciones en mitad de la carretera.

—No tiene pérdida, es un pueblo un poco grande y además de la farmacia hay más cosas. Si no tuviera a Wilson igual me habría atrevido a arriesgarme, pero… Ay, amiga, cuando no estás solo tienes que pensar en los que están al cargo, ¿eh? —Se cruza de brazos y se vuelve hacia su monovolumen con una mueca—. Y mi mujer y yo que no quisimos hijos.

—¿Nos vamos? —pregunta Santi desde la furgoneta—. Hace mucho calor.

El hombre sigue mirando al crío que nos observa desde el monovolumen.

—Si me llega a ver… Le habría gustado mucho, es buen chaval.

A veces me pregunto qué habrían dicho mis padres de Lorena y Santi. O Marina. A Marina le habrían caído bien, estoy segura. Le habría gustado saber que no me he quedado sola.

—Tenemos que marcharnos ya —digo, y le doy una palmada en el hombro al transportista—. Espero que os vaya todo bien.

—¡Y a vosotras! Ojalá nos veamos otro día con más tranquilidad para tomarnos un cafelito a la sombra.
Nos pitamos mutuamente al tomar caminos opuestos. Lorena pone música. El interior de la furgoneta es sofocante, pero con suerte solo tardaremos una hora más en encontrar refugio. Es mala idea conducir durante el mediodía.

Paramos en una aldea donde el silencio es tan denso como el aire caliente. Santi elige una casa y forzamos la puerta tras asegurarnos de que está abandonada. El sofá y los sillones están cubiertos con sábanas, lo cual me tranquiliza: si los dueños nunca volvieron a pasar las vacaciones, la casa estará limpia. La nevera está apagada y vacía, eso sí, y en los armarios de la cocina solo encontramos lavavajillas, una esponja sucia y una botella de aceite de oliva medio vacía que parece comestible.

Dormimos la siesta repartidas entre el dormitorio principal y la habitación de los niños. Las camas son bajas y demasiado blandas, y por el diseño del somier es fácil darse un golpe en la espinilla con el hierro. Antes de acostarse, Lorena coge de la estantería de los juguetes un polvoriento Mr. Potato al que le faltan casi todas las piezas y sonríe para sí.

—Mi madre le regaló uno de estos a David. Era de segunda mano. Le gustaba muchísimo.
No sé si abrazarla; parece triste y feliz al mismo tiempo. Se sienta en la cama y abre el compartimento trasero del juguete en busca de más piezas, pero está vacío. Tensa los labios. Es un gesto casi imperceptible que yo noto porque he visto su cara cada día durante los últimos años.

—¿Necesitas algo, cielo? —pregunto en voz baja, casi sin atreverme a respirar.

Lorena sacude la cabeza.

—Voy a dormir un rato. Vete con Santi.

Al salir cierro la puerta con cuidado. Sé que no va a llorar, porque ninguna lloramos a estas alturas. Solo necesita un rato para volver a guardar el antiguo mundo en la caja mental que tenemos todas. En la carretera es fácil olvidarse de la caja, pero las casas siempre abren un resquicio por el que se sale su contenido. Entrar en una implica una breve desconexión con la realidad, un malestar intrínseco por encontrarte en un lugar vacío que no debería estarlo. Somos fantasmas del futuro irrumpiendo en un pasado abandonado que, aunque no sea el nuestro, nos tienta a retomar el que conocíamos. Para eso está la caja, que es más bien una urna llena de cenizas y huesos pulverizados.
Santi, tumbada en la cama de matrimonio, intenta leer su novela de misterio. Veo que ha encontrado más libros: una novela romántica con una joven desmayada en brazos de un hombre descamisado y un libro juvenil que recuerdo haber visto en otra parte.

—¿Te los vas a llevar? —pregunto echándome a su lado.

—Para cuando me termine este.

Me hace un hueco para que apoye la cabeza en su hombro y me acaricia el pelo sin dejar de leer, con el libro tan alejado que el brazo que lo sostiene tiembla un poco. No lo va a terminar nunca, pues tratar de darle nitidez a las letras con esos ojos le agota. Le rodeo la cintura con el brazo y aprieto, llenándome la nariz con el olor de su camiseta, que es una mezcla de ella, de sudor y de la carretera.

Nos despertamos unas a otras cuando el sol comienza a declinar y el calor no aprieta tan fuerte. Merendamos una lata de piña en almíbar entre las tres y nos turnamos para beber el jugo, con cuidado de no cortarnos los labios con el borde. Antes de salir nos lavamos los dientes, las tres delante del lavabo. Se nota que Lorena está mejor porque hace tonterías para que nos riamos con ella y reguemos el espejo de espuma. Nos aclaramos con agua de la cisterna, que sabe mal pero hace el servicio.

La carretera principal de la aldea brilla con el naranja del atardecer mientras forzamos casa tras casa. La mayoría están vacías; deben de haber sido segundas viviendas, o herencias que nadie quería. En algunas todavía encontramos algo útil, como una caja de cerillas, conservas de atún o medio paquete de arroz. En otras, el olor rancio de los cadáveres putrefactos. Casi nunca nos encontramos con un cuadro macabro: el tiempo, el calor y los animales suelen haberse ocupado ya de los cuerpos. Pero, aunque los muertos no sean más que huesos pelados, el aroma de la putrefacción se filtra para siempre en los muebles, el suelo y las puertas. El recordatorio perpetuo de que aquí hubo alguien que murió entre toses y estornudos, febril, agotado y probablemente a solas.

Lo bueno que tiene encontrar cadáveres es que las despensas suelen estar mejor avitualladas que las de otras casas. Entre botellas de agua, galletas, leche condensada, fruta en almíbar y patatas fritas, sacamos un buen botín.

Al final de la aldea encontramos gallinas. Rondan por el patio de una casa y por la carretera. Entre ellas hay un par de pollos que picotean el suelo con avidez. Como muchos otros animales domésticos, han aprovechado la muerte de sus dueños para prosperar. A diferencia de los perros, las gallinas no parecen haberse asalvajado; cuando nos acercamos nos observan con indiferencia, ocupadas en buscar comida entre la grava más que en ahuyentarnos de su territorio.

Encontrar gallinas es bueno, pero no me gusta. Antes de la enfermedad era vegana. Con el tiempo y la escasez tuve que volver a los productos animales: en la carretera no se puede escoger de dónde vienen las proteínas que comes. Además, el atún y el cerdo de las latas llevan años muertos. La industria cárnica se ha detenido. Si no se comen, esos animales habrán muerto para nada.

Eso es lo que me digo para masticar y tragar.

Pero las gallinas están vivas y a nuestro alcance, y si al menos no nos comemos una hoy estaremos desaprovechando comida fresca.

Lorena, que me conoce demasiado bien, se adelanta mientras se arremanga la camisa.

—Santi y yo nos ocupamos de esto. ¿Por qué no vas a echarle un vistazo a la furgo y a arreglar el asiento para que no chirríe?

—No. Si me voy a comer una gallina, al menos que no aparezca muerta y desplumada en mi plato.

Las acompaño durante todo el proceso. Lo que más tiempo les lleva es atraparlas: aunque recuerden lo que son los humanos, no están dispuestas a perder la libertad tan fácilmente. Pero Lorena y Santi acorralan a una y la llevan a una de las casas apestosas, porque es allí donde hemos visto un juego de cuchillos decente. La matan rápido y la desangran sobre el fregadero. Lorena se ocupa de desplumarla y hacer todas las cosas horribles que se le hacen a un animal para que podamos comérnoslo. Me sorprende su destreza, aunque no debería. Hace tiempo me dijo que antes de que las cosas se fueran a la mierda del todo era carnicera. En su momento me reí. Aún me sigue pareciendo gracioso querer tanto a alguien así.
Cocinamos en una hoguera junto a la furgoneta. No hemos encontrado otra bombona para el hornillo, pero sí una bolsa de carbón para barbacoas sepultada bajo sillas de playa y telarañas. Santi hace gallina con arroz y Lorena, caldo. Dice que así se aprovechan los huesos.

—Es un buen sitio este —dice Santi, sentada en el umbral de la puerta corredera de la furgoneta por no hacerlo en el suelo—. Podríamos quedarnos una de estas casas para el invierno. Es tranquilo y hay gallinas.

—Mmm —contesta Lorena, no sé si afirmativa o negativamente.

—Es mejor que pasarlo en la costa —concedo—. Nos nevará, pero en la costa también nieva. Al menos aquí no llegarán los temporales.

Lorena vuelve a gruñir para sí y la conversación muere. Hablar del futuro, aunque sean solo unos meses, le provoca ansiedad. Antes me pasaba a mí también; ya no. Todo lo que podía salir mal lo ha hecho, de modo que preocuparse por ello es fútil. El fin ha sido una bendición para un mundo al borde del colapso.
Estamos solas. Siempre lo hemos estado, pero al menos ya no sentimos la necesidad de agotar los cartuchos suplicando ayuda y acción a unas instituciones ciegas y sordas a nuestro terror. Existen todavía en las nuevas ciudades, autoperpetuándose, distinguiendo entre ciudadanos útiles y parásitos como si no hubiéramos sobrevivido ya a decenas de cribas y estuviéramos al borde de la extinción. Ya no las necesito. Ya no las quiero. Tengo la carretera y las mujeres a las que amo, y sé que ninguna de las dos cosas me va a fallar como nos falló la tenue seguridad de la ilusión del orden.

Santi se queda dormida en el sofá sujetándose el libro contra el pecho. Cuando intento despertarla para que vaya a la cama, se revuelve y me da la espalda. Le arropo con una manta que huele a naftalina y le beso la cabeza antes de acostarme.

Lorena enreda sus piernas con las mías cuando me meto en la cama. Sus labios me buscan y yo me dejo encontrar. El sexo es rápido, pero no apresurado; nos conocemos bien y sabemos aprovechar los momentos de intimidad que nos brinda la carretera.

Cuando acabamos, la mirada se me pierde en la luz parpadeante que se proyecta en el techo. La vela está a punto de apagarse. El aliento de Lorena me hace cosquillas en el cuello. Le acaricio el muslo desnudo donde se abulta la cicatriz de la dentellada que me unió a ella.

—Hay algo que no sé si proponerte pero que me gustaría hacer —digo muy bajito, porque el reparo me agota la voz.

—¿Por qué?

—Porque es peligroso y sé que te da miedo. No es vital, no es seguro que sirva de algo… pero haría feliz a Santi.

Lorena se incorpora y clava el codo en la almohada. Dejo de acariciarla. Le brillan los ojos, aunque no por lágrimas.

La mecha de la vela se ahoga en cera derretida. La voz de Lorena tiembla como la luz misma, de miedo y emoción.

—¿Has encontrado gafas?

Salimos hacia las cuatro para aprovechar la tregua al calor que es la madrugada. Hemos desayunado caldo y los restos de la cena, y cerrado la casa para evitar que se llene de polvo y de alimañas. Estaría bien volver y quedarnos aquí todo el invierno, sí. Si no se desata un incendio que borre la aldea de mapa, podría ser hasta bonito.
Santi se pasa todo el viaje al borde del asiento, dándome indicaciones con ayuda de un mapa de carretera de hace diez años. De vez en cuando miro a Lorena por el retrovisor. Se agarra al cinturón de seguridad, ansiosa, y observa por la ventanilla las formas turbias que revela la luz que precede al amanecer. Santi no le suelta la mano. Ha sido a ella a quien hemos tenido que convencer de intentarlo: sabe lo difícil que es para Lorena, aunque nos encontrara meses después de que se cerrase la herida. Pero Lorena quiere hacerlo de todas formas. Las dos queremos hacerlo porque, aunque no salga bien, creemos que merece la pena.

Pontanares nos recibe con calles llenas de ceniza y un monte quemado a la espalda. No me explico cómo sigue el pueblo en pie y no ha ardido hasta los cimientos como tantos otros. Demasiado asfalto, probablemente.

La furgoneta alerta a los pájaros que han colonizado los tejados y se levantan en bandada. Lorena se sobresalta.

—Mientras estemos dentro no nos pueden hacer nada —dice en alto.

No se ven perros por ninguna parte, pero sí restos de basura mordisqueada y cadáveres de ratas y gatos cazados. Quizá se hayan marchado ya.

Una señal nos indica la ubicación de la farmacia. Se encuentra en una calle peatonal a la que no podemos acceder con la furgoneta. Desde aquí veo el letrero apagado y la puerta hecha añicos. Suspiro y tamborileo sobre el volante cuando me detengo frente al pivote que nos impide tomar la ruta más segura.

—Pues ya está —digo. Me vuelvo hacia Lorena—. Son solo veinte metros. Vamos Santi y yo y tú te quedas al volante, por si hay que correr, ¿vale?
Se agarra al cinturón con las dos manos.

—No quiero quedarme aquí sola.

—Mientras estés dentro no te van a hacer nada, lo has dicho tú misma —tercia Santi, en cuya mirada puedo leer una culpabilidad que no consigue quitarse de encima.

—Sí, ¿y qué? Si os pasa algo, ¿qué hago? ¿Miro desde aquí y grito? —Se desabrocha el cinturón con dedos temblorosos—. No quiero quedarme sola.

Santi frunce los labios. Lorena no pretende decir «aquí, ahora», sino «para siempre». Lo acaba de entender, igual que yo. Asiente y se quita el cinturón antes de alargar la mano para coger la mochila grande, que hemos vaciado para esto. Lorena revisa que haya cartuchos en la escopeta. No la hemos usado desde que la encontramos y nuestra única experiencia con armas de fuego son los videojuegos, pero si hay un buen momento para empuñarla, es este.
Salimos del vehículo con precaución. No parece que haya peligro en los alrededores, solo ratas que se esconden al detectar nuestra presencia. Una ráfaga de aire remueve el polvo y la ceniza que cubren la acera formando un remolino áspero de basura y hojas secas. Los cristales rotos brillan desde el interior de la farmacia.

—Tened cuidado —advierto cuando abro la puerta.

El local está tan oscuro que enciendo una linterna. Las farmacias siempre son un buen sitio que saquear. Hay provisiones imperecederas y nutritivas en forma de papillas deshidratadas, medicamentos que con suerte aún no han pasado de fecha, material quirúrgico y…
Junto al mostrador hay un expositor de gafas de sol y de lectura. Santi, que las ha visto antes que yo, ya ha ido corriendo a probárselas. No tiene ni idea de la graduación que necesita, así que se va probando una a una mientras sostiene el libro junto al escaparate. Lorena hace guardia con la escopeta entre las manos. Ahora que estamos a cubierto se ha tranquilizado, pero no demasiado.

Yo me dedico a recoger todo lo que nos vendría bien. Abro las cajas de papilla con las uñas y meto las bolsas plateadas en la mochila para ahorrar espacio. No demasiadas; hay cosas más interesantes en la trastienda.

Vacío en la mochila un par de cajas de ampollas de suero y meto un bote de desinfectante, un paquete estéril de instrumental para intervenir, morfina en parches y todos los opioides y benzodiacepinas cuya fecha de caducidad no haya llegado aún o sea reciente. También una caja de amoxicilina en cápsulas. Por si acaso, cojo dos kits de intravenosas. Confío en saber ponerlas todavía aunque haya perdido práctica.

—Date un poco de prisa —me dice Lorena.

Me cuelgo la mochila de un asa y salgo.

—¿Lo tienes ya? —pregunto a Santi.

—Creo que es esta —responde levantando unas gafas de montura roja.

—Pues coge dos, y una funda.

Poso la mano en el brazo de Lorena, tenso por el peso de la escopeta.

—Nos vamos.

—No… —susurra sin devolverme la mirada, y levanta el arma para señalarme al perro que nos espera al otro lado de la calle.

Creo que todavía no nos ha visto. Me agacho para ocultarme detrás del expositor de papillas y tiro de Lorena para que haga lo mismo. El perro olfatea el aire. Nos percibe, pero no sabe dónde estamos.

Santi se arrodilla a mi espalda con el aliento acelerado.

—¿Solo es ese?

—No lo sé —respondo—. Me dijeron que había una manada.

Es un mestizo de tamaño medio, con el pelo enmarañado y polvoriento y una oreja mordisqueada. Dudo que haya sido la mascota de alguien alguna vez. Probablemente sea hijo de los perros que sobrevivieron a la inanición en las ciudades tras la muerte de sus dueños. El relieve de sus costillas me dice que atacará si tiene la ocasión. Creo que podríamos enfrentarnos a él. Pero si hay más, y seguro que los hay, nos faltan balas y suerte.
Lorena tiembla y se frota el muslo. Ella ha comprobado en sus carnes lo que pasa cuando te acercas demasiado al territorio de una manada.

—Podemos esperar a que se vaya —dice.

—No se va a ir. Ya nos ha olido —responde Santi.

Algo se mueve por la izquierda. Es otro mestizo, este un poco más grande y de aspecto más fiero. El trote con el que se acerca a la farmacia me clava en el suelo con un escalofrío. El morro despellejado olfatea los cristales de la puerta.

Lorena dispara y el estallido nos perfora los tímpanos. Hay sangre en la acera. Aturdida por el ruido y el dolor, salgo a toda prisa mientras hago gestos violentos hacia el final de la calle, donde nos espera la furgoneta. Me parece ver que Lorena y Santi corren sin mirar atrás, pero no oigo sus pisadas. El primer perro se agazapa, atemorizado por la explosión. El segundo se debate en el suelo con el hocico ensangrentado. Al fondo, entre oleadas de polvo y suciedad, al menos cuatro figuras cuadrúpedas tan aturdidas como yo no tardan en reaccionar a la visión de una posible presa. Con un zumbido venenoso en los oídos me giro desafiando al tenue equilibrio y echo a correr tras Lorena. No puedo oír sus ladridos ni sus pisadas, pero me retumban en el pecho. Me mueve el instinto de primate que hace no tanto fue presa; la boca se me llena de ceniza porque no me he acordado de taparme con la braga. Un borrón pardo me lanza una dentellada. Por encima del zumbido rompe el grito aterrorizado de Lorena. Se me cruza empuñando la escopeta como un bate y le asesta un golpe que le rompe el cráneo.

Vienen más. Sé que vienen más. Tiro de ella y la arrastro a la furgoneta, mientras Santi sujeta la puerta hasta que entramos. Apenas oigo, siento o veo nada. Tengo la garganta atascada por el polvo. Quiero sentarme al volante y salir de aquí sin mirar atrás, pero Lorena me agarra tan fuerte del brazo que no puedo zafarme.

Santi nos rodea a las dos con los brazos y aprieta su cabeza contra las nuestras. Está llorando y se está riendo, y también nos está besando. Los perros ladran a la puerta cerrada y acechan en torno al vehículo como tiburones, pero ya no importan. Lloramos, reímos, nos besamos.

Ha merecido la pena.

Nos detenemos en un área de servicio abandonada que alguien ya ha desvalijado hace meses y buscamos una mesa en la que desparramarnos lejos del sol abrasador que entra por las ventanas. Aunque yo estoy agotada por la tensión, Santi tiene ganas de estrenar las gafas nuevas con uno de los libros que se ha llevado de la casa y Lorena de husmear entre los estantes de la tienda en busca de chocolate.

—Me gustaría ir a otro sitio —digo a un volumen suficiente para que ambas me escuchen—. Lo llevo pensando desde ayer.

—¿A dónde? —pregunta Santi sin levantar la mirada del libro.

—Va a nacer un niño en un pueblo de por aquí. Es un grupo pequeño. Puede que una familia, como nosotras. He cogido unas cosas en la farmacia. —Titubeo un segundo—. Quiero ayudar.

Santi deja la novela sobre la mesa guardando el punto de lectura con el pulgar.

—¿Por qué?

—Porque puedo.

La idea no le gusta porque la gente no le gusta, lo sé, pero cabecea de un modo casi imperceptible y se vuelve hacia el umbral de la tienda, donde Lorena se cruza de brazos.

—Vale —dice, y eso es todo lo que hace falta.

Santi vuelve a leer y Lorena se sienta a comer galletas caducadas sin mediar palabra. El viento nos trae el aroma del fuego y hace bailar el polvo frente al cristal. Nada de lo que hagamos tendrá sentido jamás en este mundo que ha terminado ya. Pero quiero hacerlo. De todos modos, quiero hacerlo.